A finales del pasado mes de julio publicamos, con la colaboración de GANVAM, unos cuadros sinópticos que evidencian cómo las ventas a flotas suponen, ya en la actualidad, más de la mitad de la distribución de vehículos nuevos en el mercado, tanto de turismos (58,73%) como de vehículos comerciales (83,6%).
Es un dato muy relevante por su trascendencia jurídica, pues obliga a cuestionar, en este contexto, la naturaleza del contrato de concesión al uso en el Sector, previsto inicialmente para facilitar la distribución de los vehículos nuevos mediante la colaboración de terceros empresarios, independientes, con la promesa de exclusividad en el mercado. Este contrato de colaboración ha permitido durante más de medio siglo el desarrollo de un negocio próspero y bien organizado para los fabricantes y sus concesionarios.
En la última década, el objeto y finalidad del contrato se ha ido modificando de tal manera que, frente a la simple reventa de vehículos nuevos, su reparación y mantenimiento, la Industria ha dispuesto la ampliación de la actividad a su cargo para la comercialización de otros productos y servicios ajenos a la fabricación, como la reventa de recambios, la financiación, los seguros y, entre otros, la venta de vehículos usados, tratando así de paliar la pérdida de rentabilidad inicialmente comprometida con las redes. Un sencillo trampantojo que hubiera sido imposible sin el proselitismo que caracteriza las relaciones sectoriales.
El deterioro del espíritu de colaboración que dio origen al acuerdo entre el fabricante y su red es evidente y se puede percibir fácilmente valorando la paulatina pérdida de márgenes del negocio de la distribución, y la intromisión del primero en actividades que nada tenían que ver con la fabricación de los vehículos.
En octubre del año pasado publicamos en esta misma columna (LA CLAVE DE QVADRIGAS) una reflexión acerca del derecho que siempre se reservaron los fabricantes para la realización de ventas directas[1], en la que me refería a la evolución de esta práctica comercial, excepcional durante décadas. Terminaba poniendo en solfa el futuro de la distribución tradicional, al estar convirtiéndose este tipo ventas en el instrumento capaz de diluir la importancia de los concesionarios y de sustituir los designios de la movilidad, hasta llegar a transformar a los concesionarios en simples operadores logísticos.
En este sentido es preocupante la reducción del canal a particulares, tanto como el desenfrenado incremento de las ventas a flotas, sobre todo en la gama de vehículos comerciales. El desembarco de los fabricantes y de sus filiales en el ámbito de la distribución, ya ha supuesto un antes y un después en el Sector. Cuánto más si metemos en la coctelera de las piruetas la potenciación de las ventas online y el especial deseo de algunos por convertirse en jueces y parte frente a cualquier envite comercial.
A la vista de los nuevos designios de la Industria no queda más remedio que advertir de la inadecuación paulatina del contrato de concesión por la desnaturalización del espíritu inicial con el que se pergeñó como acuerdo de distribución.
En términos jurídicos, a tenor de lo dispuesto en nuestro Código Civil, sabemos que Consentimiento, Objeto y Causa son los tres elementos que han de concurrir en un contrato para su validez.
No quiero entrar en el resbaladizo asunto del Consentimiento. Entre otros motivos porque, como sucede a la gran mayoría de los concesionarios, llevan toda su vida dedicados a lo mismo y han permitido hasta lo inimaginable por el temor reverencial que tienen a perder su condición y la falta de alternativa equivalente para el ejercicio de su actividad.
Ni deseo tampoco abundar en las sucesivas ampliaciones del Objeto porque, la dependencia económica que padecen los concesionarios, convierte en paradigmático el refrán que dice: donde manda capitán no manda marinero… Los años de profesión me permiten afirmar, sin remilgos, que ni el Consentimiento de los concesionarios suele ser pleno, ni la ampliación de su actividad (Objeto del contrato), consensuada.
Los derroteros por los que atraviesa el Sector sí que aconseja escudriñar el tercer elemento, la Causa: la razón o el propósito por el que los concesionarios han firmado su contrato con el fabricante, pues, según el art. 1157 del Código Civil: la obligación sin causa, o fundada en una causa falsa o ilícita, no tiene ningún efecto.
En este sentido, dejo constancia de que en los últimos textos contractuales que he podido leer, se incluyen cláusulas de salvaguarda que persiguen la exoneración de cualquier responsabilidad ante la eventualidad para los concesionarios de no poder en el futuro rentabilizar el negocio, sin reparar, como ha quedado expuesto, en que –por imperativo legal- la expectativa de beneficio es consustancial a cualquier contrato mercantil.
Para entendernos, los contratos en los que no es posible rentabilizar la actividad, no son válidos. Por eso me preocupa el desparpajo con que he oído decir a algún directivo de la Industria, después de alardear de los pingües beneficios de su Compañía, que rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, cuando lo cierto es que las pérdidas de los concesionarios suelen obedecer a cambios arbitrarios en las condiciones operativas y/o en las reglas del juego, siempre a criterio del proveedor.
Que conste que no me estoy refiriendo a los concesionarios que ocasionalmente pudieran dar pérdidas, sino a los contratos que, por los designios, estrategias, políticas y/o circunstancias impuestas por la parte prevalente en la relación mercantil, pierden la onerosidad, impidiendo a los concesionarios rentabilizar su inversión, haga lo que haga. En estos supuestos, estaríamos ante una obligación sin causa, o fundada en una causa falsa o ilícita, que daría pie a su ineficacia y, por ende, a la resolución del vínculo, con las reclamaciones de rigor.
Como elemento clarificador y aunque no suceda –todavía- en la mayoría de las redes de distribución, pensemos en aquellos supuestos en los que el enorme incremento de las ventas directas pudiera minimizar la actividad del concesionario, o en los que, al verse afectados por la concurrencia de distribuidoras filiales de marca, en un mismo mercado, en la misma red y a un mismo nivel, se hiciera imposible rentabilizar el negocio.
Dejaré para otro momento el alcance de mis consideraciones sobre la actividad y los resultados económicos de las filiales, pues habría mucho que escribir también, teniendo en cuenta que nacieron y siguen sirviendo, en la mayoría de los casos, para satisfacer las necesidades coyunturales de los fabricantes. En la actualidad no cabe duda de que las filiales y las financieras de marca constituyen el acicate necesario para la implementación de un modelo de negocio distinto.
A modo de resumen, la pérdida de la exclusividad territorial, la ampliación de las actividades que se incluyen como objeto del contrato, el incremento desorbitado de las ventas directas, el desarrollo paulatino de las ventas online, la apropiación de los datos de los clientes generados por los concesionarios, la competencia de las filiales de marca y el establecimiento de políticas comerciales dirigidas a sustituir, sin mayores alardes, el modelo de negocio, nos permite concluir, sin género de dudas, la paulatina pérdida de naturaleza del contrato de concesión.
En este contexto, no podemos terminar sin aludir a la implementación del nuevo modelo de agencia, alternativo, por mucho que se venda como complementario, porque se trata del instrumento contractual idóneo para que los fabricantes consigan su objetivo final: mayor (+) rentabilidad y mayor (+) control de las redes, con menor (-) estructura y menor (-) sometimiento a la normativa de la competencia. Más por más, y menos por menos, siempre fue más…
Como de costumbre, me despido recordando a mi madre, a quien escuché decir en muchas ocasiones que: ¡el pez grande se come al chico…!
Así lo veo yo, siempre con el mismo entusiasmo.
Alfredo Briganty